14 ago 2011

Los muros contra la barbarie


No hay cosa que no se haya dicho acerca del Muro de Berlín. Era el símbolo de la Guerra Fría, del régimen estaliniano, de la esclavización del individuo, de lo que en verdad era el comunismo, de la ferocidad dictatorial, de la negación de la libertad. Todo esto se volcaba positivamente sobre el otro bloque de esa guerra, que tenía dos, uno soviético (malo) y otro norteamericano (bueno). El Muro era la corporización de la célebre “cortina de hierro”, frase creada por el eminente Winston Churchill, cruzado de la democracia, tipo peculiar, extravagante, gordo, con cigarro inalterable, con porte de estadista y de guerrero, la encarnación ardorosa e impecable del hombre que Rudyard Kipling diseña en su célebre texto “If”, el hombre imperial, el león invencible y sin miedo, el conquistador que lleva en sus bayonetas los principios de la libertad y de la democracia. Citemos su culminación: Si puedes llenar los preciosos minutos/ con sesenta segundos de combate bravío/ tuya es la Tierra y todos sus codiciados frutos/ y lo que más importa: ¡serás un hombre, hijo mío! De chico, en mi casa, el poema de Kipling estaba colgado en un cuadrito. Tal vez mi viejo tratara de sugerirnos cómo un hombre debía ser. A mí –para qué ocultarlo– no me ayudó para nada. Al contrario. ¿Todo eso había que ser para ser un hombre? ¿Perderlo todo a cara o cruz y empezar de nuevo como si nada? Si yo perdía un partido de fútbol en el potrero, o diez bolitas o quince figuritas, me quedaba aplastado no menos de tres días. O peor: no sólo jamás imaginaba que la Tierra sería mía alguna vez, sino que le tenía miedo. No siempre, pero sabía que era un lugar temible. De modo que ese poema ahí colgado, exigiendo desmesuras inalcanzables, me enseñó lo grandes que algunos podían ser y lo pequeño que yo era. No le pasó eso a Churchill. De aquí –entre otras cosas– las diferencias de nuestros destinos, que creo superfluo analizar. Churchill era un león majestuoso y eso le hizo decir: “Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente una cortina de hierro. Tras ella se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de Europa Central y Oriental”. Lo dijo en el Westminster College, Fulton, Missouri, el 5 de marzo de 1946. Esa cortina de hierro se cristalizó, cobró visibilidad con el Muro de Berlín. Churchill no se había equivocado.

Al Muro –ése, el de Berlín– lo derrumbaron el 9 de noviembre de 1989. Chico no era: tenía 50 kilómetros de largo y 4 de alto. Se conservan las fotos de los fervorosos alemanes occidentales con picos, palas, martillos y otros elementos de igual contundencia destrozando ese símbolo erigido en homenaje a la esclavitud del hombre, al triunfo de la tiranía sobre la libertad. Un mes más tarde recibo una caja llena de estampillas. La abro y –para mi sorpresa– lo que ahí encuentro es un cascote: “Tenemos la alegría de enviarle a usted un trozo del caído Muro de Berlín”. Dije que tenía 50 km. de largo y 4 de alto, pero no que eso alcanzaba para enviarle a medio mundo un cachito como si fuera una caricia de la libertad, una brisa de la democracia que uno debía disfrutar y agradecer. Lo mismo había pasado con los cachitos de madera de la Cruz del profeta de Nazareth. Había conocido a demasiados/as chitrulos que andaban con un escapulario, que lo abrían y te mostraban una astilla. “Es un pedazo de la Cruz del Señor”, te decían.

–Pero entonces no fue una Cruz –decía uno–. Fue un bosque. Lo crucificaron a un entero, enorme bosque.

Honestamente: no lo decía. Porque si el que tenía la astilla creía en ella, ¿para qué arruinarle el consuelo? En este mar embravecido que es la existencia hay que aferrarse de lo que uno pueda. O un salvavidas, o una balsa o una astilla. Si es la de Cruz del Cristo que vino a redimir nuestros pecados, mejor aún. Pero el cascote del Muro de Berlín era demasiado. Ahí empieza el neoliberalismo. Ahí los ideólogos de la libertad de mercado ya dicen que la caída del muro es “la toma de la Bastilla de nuestro tiempo”. Ahí la historia se desboca y este nuevo capitalismo, no de la producción sino de la especulación financiera, empieza a arrasar el planeta.

También en 1989 se arroja el Consenso de Washington. El capitalismo había ganado la batalla contra el comunismo. Ahora tenía que ir a fondo. Atacar con todas sus tropas. Perseguir a los vencidos y aniquilarlos, tal como el Supremo Traidor de nuestra historia, el general entrerriano Urquiza, hizo luego de la batalla de Vences, razón por la cual se ganó el apelativo de “el carnicero de Vences”. Otros –hoy e ignoro por qué– lo han bautizado el Cleto Urquiza. El Consenso de Washington fue elaborado inicialmente por un señor muy importante de nombre John Williamson en un paper al que tituló: Qué significa para Washington una política de reformas. Las reformas eran diez y estaban centralmente destinadas a los países de América latina, convertidos –de este modo– en tristes ratas de cruzadas experimentales. Pero se extendieron a todo el mundo. La manija central de la conducción la tuvo Washington, donde se reunieron aplicada y regularmente las principales corporaciones financieras que rigen los irrefutables destinos de nuestro crecimiento. Esas medidas son ampliamente conocidas pues delinearon, no los destinos de nuestro crecimiento, sino los de nuestra frustración, nuestra imposibilidad. Son las medidas que aplicaron centralmente el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que, por medio de las mismas, monitorearon nuestros ejercicios fiscales, nuestras políticas impositivas, nuestro tipo de cambio, la trade liberalization (liberar el comercio internacional), la entrada jubilosa de las inversiones extranjeras (una entrada que se realizó sin ningún tipo de control, salvajamente y que por fin fue lo que no podía sino ser: un despojo impune del que fueron cómplices –en todos los países– las malas personas del mercado interno, los que lucraron con la desgracia y la miseria de sus países), todo coronado por las privatizaciones y por todo tipo de desregulación, algo que implicaba la ausencia total del Estado nacional en estas cuestiones, en todas ellas, pues el Estado era el ente maldecido por el Consenso de Washington basándose en la experiencia de los totalitarismos estatales del siglo XX, el nacionalsocialismo y las experiencias socialistas.

En suma, hoy asistimos al completo fracaso de esas medidas y a la vez a los torpes manotazos con que intentan regresar, y acaso lo consigan, pues esos torpes manotazos son con frecuencia agresiones infalibles vehiculizadas por el poder mediático, en manos de los cultores de los diez puntos de Williamson, que son sencillamente eso que llamamos neoliberales y que tienen la torpeza y la efectividad de un –por dar un ejemplo– Vargas Llosa, que lleva ese catecismo en el bolsillo y lo repite a lo largo y a lo ancho de este mundo avalado por la calidad literaria que alguna vez lo honró y por el Premio Nobel con el que –por buen alumno– lo fortalecieron. Sin embargo, el mundo que han construido tambalea. Tienen que amurallarse en sus feudos. Construir ríos de aguas profundas alrededor de sus ciudades (aún no: falta poco) y puentes para entrar en ellas. Los que ya tienen vigencia son los muros. Porque la tragedia de los opulentos de este mundo es que la nueva “barbarie” (la de los inmigrantes ilegales) se les arroja encima, y no con buenos modales, sino con la furia que da la desesperación, el hambre, la pobreza extrema que sólo sabe dibujar un horizonte de muerte. Leemos: “PARIS, 8 (ANSA) - Francia expulsó en los primeros siete meses de este año a 17.500 extranjeros que permanecían ilegalmente en el país, informó hoy el ministro del Interior, Claude Guéant, confirmando el objetivo de 30.000 expulsiones para el final de 2011. ‘Si lo logramos –dijo– será el mejor resultado registrado históricamente.’ ”. Entre tanto, en Estados Unidos los mexicanos se obstinarán en trepar por todos los muros que les construyan. El mundo de hoy es uno de miedo que no cesa de construir nuevos muros, no de Berlín, sino de todas partes. La desigualdad es el alma de los diez puntos del señor John Williamson. La marginación. El mucho para pocos y el poco para muchos. Asistimos a una reformulación tecnológica de la Edad Media. Seguiremos con este tema porque es crucial en el mundo de hoy. Y porque todavía tengo mi cascote del Muro de Berlín. De un gran poeta surrealista, Louis Aragon, leí una frase en mi juventud (que estaba en la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini) y decía: “Siempre se puede poner una piedra sobre la colina de las desdichas” (cito de memoria). Mi piedra se la voy a dar a un mexicano hambriento y le voy a pedir que cuando llegue a la cima del más alto muro que el Tea Party construya entre México y EE.UU. y la ponga ahí, como una bandera que diga al mundo: “Vengan y miren: el Muro de Berlín ha quedado atrás, superado. Hoy, la más alta colina de todas las desdichas es ésta y es sobre ella que pongo esta piedra”.

José Pablo Feinmann.

Tomado: Página/12.com.ar

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