1 nov 2011

Camaradas: Una historia comunista


La publicación de la primera investigación sobre un amplio período de la historia del Partido Comunista del Uruguay (pcu) puede ser una buena ocasión para la reflexión colectiva, no sólo sobre los avatares de esa colectividad sino sobre el conjunto de la izquierda, tan necesitada como está de superar el inmediatismo y elevar la mirada más allá de coyunturas.

El empeño en construir una mirada "desde el ángulo de la historia social de sus militantes" y no sólo ni principalmente desde los avatares de la estrategia política, las resoluciones y declaraciones, es quizá el logro mayor del libro Camaradas y compañeros,* del historiador Gerardo Leibner. Mucho más que una opción metodológica fue una elección ética, ya que el autor, que dedicó 11 años a la investigación que se plasma en poco más de 600 páginas, considera que la historia la hacen hombres y mujeres de carne y hueso y, por lo tanto, "la implementación de cualquier estrategia política depende de ellos"(pág 20).

Desde las primeras páginas de una obra extensa pero llana y de amable lectura, Leibner deja saber dos cuestiones centrales que acompañarán al lector: su vínculo afectivo con la historia que reconstruye ("un serio desafío a mi capacidad de distanciamiento reflexivo", reconoce desde el vamos) y la adopción de la "ideología social" de los comunistas como argamasa de la obra y brújula de la investigación. Una categoría que el mismo autor considera formada por las ideas, prejuicios, percepciones y aspiraciones, "todas subjetivas", más relacionadas con la hoja de vida y la ubicación social de las personas que por sus opciones político-partidarias.

Este es justamente el lado más ambicioso y la contribución central de Camaradas y compañeros. Sobre todo por tratarse de la historia de un sector de la izquierda que suele hacer hincapié, a la hora del autoanálisis, en realidades "objetivas" como las relaciones de producción o las virtudes y errores de una línea política. Por eso, aunque el texto se interna en los vericuetos de la vida interna del Partido Comunista, sus congresos y decisiones, el papel de las relaciones internacionales y de las diferentes coyunturas políticas, lo que aparece en primer plano y de modo destacado son las personas, sus vínculos, redes sociales y familiares, sus creencias y prejuicios. Es por tanto una historia, parcial y recortada, de la izquierda y de la sociedad uruguaya, porque Leibner se empeñó en "desentrañar las condicionantes sociales concretas del proyecto comunista en Uruguay".

GOLPE Y VIRAJE. Por las características señaladas, el trabajo de Leibner es doblemente precursor: porque no existen historias más o menos completas y abarcativas de períodos extensos de la historia comunista, y por el tipo de historia que construye, que supone un desafío mayor, ya que implica tratar con lo subjetivo sin resbalar hacia alguna forma de subjetivismo que nuble la comprensión de los procesos que se abordan. No es, por cierto, una investigación neutral ni un trabajo aséptico, sino comprometido con la "causa" comunista, sea lo que fuere este aserto, mucho más cercano a una ética de principios que a una línea política determinada.

El trabajo está dividido en dos tomos, aunque se trata de un solo volumen: "La era Gómez. 1941-1955" y "La era Arismendi. 1955-1973". Ambas sintetizadas en la preeminencia de dos personalidades, una definida como sectaria y estalinista, la otra destacada por su capacidad teórica y de dirección. Es la segunda parte, la más extensa y la de mayor vuelo analítico, la que ahonda en las encrucijadas de un partido que, según el autor, jugó un papel clave tanto en la unidad del movimiento sindical como de la izquierda política.

Aunque existe una tendencia a contraponer en blanco sobre negro los dos períodos, el trabajo rescata algunas notables realizaciones de la etapa de Eugenio Gómez, en particular la amplitud del trabajo de base en solidaridad con la revolución española y en apoyo a la lucha antifascista, que redundó en la elevada votación que tuvo el pcu en las elecciones de 1946, en las que cosechó el 5 por ciento del electorado, cifra que no conseguirá traspasar hasta dos décadas más tarde.

En el análisis de la composición social de quienes ingresan como afiliados en el período de la Segunda Guerra Mundial destaca la existencia de "dos tipos de sensibilidades", en modo alguno contrapuestas: los jóvenes de familias judías, italianas o españolas antifascistas y republicanas, y por otro lado jóvenes criollos pero culturalmente europeizados. Ambos grupos estaban motivados por su alta sensibilidad, ideológica y afectiva, al drama europeo y la lucha antifascista. Una realidad que estaba atravesada, a su vez, por la llegada al partido de trabajadores que habían tenido experiencia sindical, intensa en aquella época en la que se formó el grueso de los sindicatos del país.

En esos años dorados los comunistas apoyaron sin ambages los gobiernos de Alfredo Baldomir (1942-1943) y Amézaga (1943-1947), su prestigio creció al ritmo que lo hacía la estrella ascendente de la Unión Soviética, fundaron la Unión General de Trabajadores (ugt) y se convirtieron en el principal actor de la aún reducida izquierda. Pero antes incluso del cierre más sectario, estrechamente asociado a la ofensiva anticomunista de la Guerra Fría, el pcu había cometido actos reñidos con la ética sindical al romper una huelga frigorífica en 1943, lo que generó el masivo rechazo de los obreros del sector y la separación del sindicato de la ugt, que años después fue valorado por Arismendi como "el monumento a la torpeza sectaria" (pág 80).

"Sectarización", "dogmatismo" e "interpretaciones policíacas de los fenómenos políticos", son algunos de los adjetivos que aplica Leibner al período que comenzó en 1948 y que llevó al pcu a un creciente aislamiento y a sucesivas depuraciones, en las que fueron expulsados, entre otros, el textil Héctor Rodríguez, uno de los más destacados dirigentes con que contaba el nuevo movimiento sindical.

Aunque la semilla del dogmatismo ya estaba sembrada entre los comunistas, sólo pudo germinar cuando el contexto fue propicio. El ambiente hostil anticomunista impulsado por la embajada de Estados Unidos, cuyo embajador hizo giras por el Interior alentando la formación de bandas de matones que agredieron locales y actos comunistas, fue respondido por un cierre sectario que llevó al partido a perder la mitad de los votos en las elecciones de 1950.

La ola de expulsiones debilitó a la ugt, que sumó a la separación de la Federación de la Carne la de los textiles, los dos gremios más importantes del país, y la del sindicato del ómnibus, esta última en medio de enfrentamientos con muertos que fueron "un claro índice de la degradación ocasionada al gremio" (pág 160). Lo cierto es que los comunistas expulsaron a buena parte de los militantes que tenían actividades de masas, agravaron el aislamiento y consumieron sus energías en conflictos internos.

El capítulo donde Leibner reconstruye el "golpe" que destronó a Gómez aporta un conjunto de datos y detalles desconocidos para el gran público. Se muestra cómo los "golpistas" planificaron la destitución del líder y de su hijo –que fungía como secretario de Organización– sin costos mayores, ya que se evitó la escisión y apenas un puñado de 20 personas acompañó al secretario general destituido. En este punto, Leibner se empeña en destacar que la expulsión de Gómez no estuvo relacionada con los cambios acaecidos en la Unión Soviética luego de la muerte de Stalin (1953), ya que el hecho se produjo en julio de 1955, mientras que el XX Congreso del pcus, donde se denunciaron los crímenes del estalinismo, sucedió meses después, en febrero de 1956. Formalmente es cierto, pero en realidad el proceso de "desestalinización" había comenzado al día siguiente de la muerte del líder.

JUSTICIA VERSUS EL POPULAR. En los meses siguientes el pcu dio algunos pasos notables que muestran que la inflexión de 1955 fue mucho más que un golpe interno: comenzó a publicar la revista Estudios, con el objetivo de analizar la vida económica, social y política del país, creó la Unión de Juventudes Comunistas (ujc), que pronto tendría personalidad y desarrollo propios, hizo un congreso que rectificó errores anteriores y, quizá la mejor muestra del viraje, disolvió el sindicato de la carne que había creado en el conflicto de 1943 y decidió que sus afiliados se integraran a la Federación Autónoma de la Carne, donde estaba la inmensa mayoría de los obreros.

Aunque se trataba de los mismos dirigentes formados bajo el estalinismo, mostraban que las cosas se podían hacer de otro modo, sin exagerar las recaídas sectarias. Sin romper con Stalin, el pcu lo fue pasando "del estrado a un patio interior, para luego, sin ceremonias ni escándalos, irlo enterrando casi en el olvido, en un depósito en el subsuelo de su conciencia, casi sin tocar el tema hasta la segunda mitad de los ochenta cuando Gorbachov lo volvió a poner crudamente sobre la mesa del movimiento comunista internacional", según la acertada descripción de Leibner (pág 275).

El capítulo donde analiza los cambios en la prensa comunista ("El Popular y la ideología social popular-montevideana") es quizá uno de los mejor logrados del libro, y el más elocuente en cuanto al contraste entre dos formas de hacer política. Frente a la rigidez y austeridad de Justicia, definida como "órgano oficial del Partido Comunista del Uruguay", El Popular se presentaba como un diario comunista "cuyo centro de interés era el mundo exterior al partido" (pág 286).

La flexibilidad fue el signo del nuevo diario que comenzó a salir en el verano de 1957, característica que facilitó la participación en la redacción de personas que no eran miembros de la organización. La publicación, dice Leibner, se ubicaba de lleno en el mundo de los sectores populares montevideanos, y en vez de enarbolar el eslogan típico del comunista ("Proletarios del mundo uníos"), optó por una frase artiguista ("No tengo más enemigos que los que se oponen a la pública felicidad").

El equipo de redacción, Niko Schvarz, César Reyes Daglio, Ismael y Luciano Weinberger, armaron un diario con vocación de diario, con secciones de deporte, policiales, informaciones de farmacias de turno, espectáculos, horarios de pago a jubilados, y especialmente, por lo novedosa, una sección dedicada a resultados y pronósticos turfísticos. La vida interna del partido ocupaba menos espacio que la política nacional y aun menos que los caballos, asegura Leibner. Como buen diario comunista, empero, destacaba el amplio espacio dedicado a las cuestiones sindicales e internacionales.

El objetivo era estrechar distancias con la cultura popular, "los hábitos, las sensibilidades y la psicología de los sectores populares sobre los que se pretendía influir, entre los que se pretendía enraizar y desarrollar el partido" (pág 293). En consecuencia defendía las aspiraciones de esos sectores, como la casa propia, la mejora de las condiciones materiales de vida y el estudio de los hijos, promoviendo el ascenso social en base a la combinación de estudio y trabajo.

Esta orientación tuvo un resultado tal vez inesperado, que Leibner destaca y se convierte en uno de los notables hallazgos de su investigación: la influencia de la cultura popular en el seno de la organización. "Esta influencia ideológica de la sociedad hacia el partido se hacía sentir mucho más perceptible en las prácticas cotidianas que en la alta política, más en las actitudes culturales que en los planteos ideológicos conscientes de sí mismos" (pág 294).

El Popular se había vuelto futbolero, pero también más masculino, con una concepción de la mujer como ama de casa y, a tono con las aspiraciones populares, dedicaba espacios a la moda, la confección de ropa, recetas de cocina y consejos para la belleza. Según Leibner, este proceso de incorporación de la cultura popular involucró a todo el partido, con un "efecto de humanización de los comunistas" que contribuyó a convertir al pcu de una secta política a un partido de masas (pág 299). Asegura, finalmente, que en las páginas de El Popular hubo una apertura hacia el rock, algo que para quienes vivimos por lo menos el período previo a la instalación de la dictadura, incluso la reapertura democrática, resulta difícil de creer.

LA INSURRECCIÓN QUE NO LLEGA. En algunos pasajes el libro hace otras afirmaciones dudosas. Da a entender, por ejemplo, que la unidad sindical fue obra de los comunistas o que éstos jugaron un papel determinante. También asegura que "los comunistas lograron unificar al movimiento obrero montevideano bajo su hegemonía", cuando otras versiones, no consultadas en la obra, afirman que se trató de un largo y complejo proceso de confluencia de corrientes, en el cual el pcu jugó un papel importante, sin que por esto pueda decirse que fue la única fuerza que lo hizo posible.

El capítulo final del libro brilla con luz propia y, por sí solo, opaca cualquier duda acerca de la riqueza de una investigación plagada de aciertos. Los tres años que sucedieron a los conflictivos 1968 y 1969 parecían confirmar las previsiones estratégicas de los dirigidos por Arismendi, ya que a la unidad sindical se sumó la unidad política en torno al Frente Amplio y el fracaso del intento pachequista de destruir el movimiento sindical.

"Llegaban los momentos definitorios", escribe, en los que se ponían en juego la construcción partidaria y la política de alianzas; se esperaba una acción de la derecha que permitiera a la izquierda pasar al contragolpe. Sabemos que la realidad no fue así. "Las previsiones estratégicas decisivas no se cumplieron: no se dio una modificación sustancial en la relación de fuerzas, ni fue posible el salto cualitativo para la eventual conquista del poder por parte de un gobierno democrático de liberación nacional, considerado como paso previo y necesario para el futuro avance hacia el socialismo" (pág 574).

Leibner no se conforma con formular el problema, el fallido "contragolpe insurreccional, tantas veces mencionado en el pasado como perspectiva y previsión estratégica del pcu". Mira de frente a la historia, escarba, interroga, en ningún momento rehúye el fondo de la cuestión. "Mi sorpresa fue la ausencia de una reflexión de los entrevistados que me parecía obvia: en los años anteriores e incluso en la primera mitad de 1973 se crearon expectativas revolucionarias y éstas no se cumplieron" (pág 577).

Los entrevistados no hablan de derrota, y esto le pareció desconcertante. ¿Qué falló? ¿Qué faltó? "¿Por qué una admirable huelga de resistencia al golpe no se transformó en una insurrección?" La terca y corajuda honestidad de Leibner, a contrapelo de algunos aspectos de la cultura política de la izquierda posdictadura, merece algo más que elogios.

Va más lejos, al contrastar la línea política anterior con la que emerge de la dictadura. "La estrategia antifascista desarrollada con éxito –escribe– se fue orientando hacia el objetivo de restauración del sistema democrático burgués que antes se había querido superar. El probable salto revolucionario como parte del contragolpe fue de-sapareciendo del horizonte y en cierta medida 'el viejo Uruguay' democrático-burgués, aquel cuya defunción fue decretada por los comunistas y buena parte del movimiento popular cuando la instauración de las medidas prontas de seguridad el 13 de junio de 1968, pasó a convertirse en objeto de añoro y en objeto restaurador" (pág 576).

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Raúl Zibechi

Tomado: Brecha.com.uy

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